lunes, 31 de julio de 2006

Bismillah

I

Carla estaba hecha un ovillo sobre la cama. Temblaba y sollozaba de manera lastimosa. Su dolor no era físico ni tenía remedio. Ella sabía que era demasiado tarde. No había sido fuerte, y ahora estaba podrida. Se levantó arrastrándose. Cabizbaja, encendió un cigarro.
- El último - pensó.
La bañera estaba rebosando. Dejó el cigarro en el cenicero, mientras se cortaba las muñecas con una cuchilla de afeitar. Mientras el agua se teñía de rojo, Carla acabó el cigarro y se durmió.

Qismah estaba arrodillada ante una sencilla sepultura en un cementerio a las afueras de Beirut. Escondió la cara entre sus manos en busca de consuelo.
- Bismillahi ar-rahmani ar-rahim - repetía.
Se sentía tan sola... Echaba de menos a su madre, muerta un año antes a manos de su padre. Era la primera vez que visitaba su tumba desde que murió. En cierta manera, la odiaba, por haberla dejado sola en un mundo al que no pertenecía por completo. Qismah detestaba su nombre (“destino ordenado por Dios”) ya que no se sentía árabe, ni tampoco española. Sola en medio del desierto, se preguntaba dónde estaría su lugar. Tenía sólo 16 años.

II

- ¿Cómo te llamas? - le preguntó el chico de rasgos árabes, sobresaltándola. Estaban solos en el jardín. Los demás estudiantes tenían clase de tarde. Aunque se habían visto en la escuela durante aquella primera semana, no habían hablado antes. Carla se sorprendió al sentirse tan cómoda a pesar de las dificultades que aún tenía para expresarse en inglés. Aquel verano en Inglaterra por fin aprendería.

Tras aquella conversación, una voz interior le advirtió traicionera: “cuidado, Carla, que este chico puede hacerte perder la cabeza”. En los tres años que llevaba con su novio nunca se había sentido tentada. Siempre se había considerado incapaz de engañarle.

Las semanas pasaron raudas. El amor la trastornó. La envolvió por completo. Aunque en los primeros acercamientos entre Ahmed y ella, Carla dudaba, daba marcha atrás y luchaba contra las sensaciones que estaba descubriendo, llegó un día en que no podía imaginar lugar mejor que entre los brazos de Ahmed. Sola en un pueblo inglés, dentro le nació una nueva Carla. Él le hablaba de estrellas, del destino, de malaika, de sus antepasados beduinos. También discutían sobre religión, sobre la represión de la mujer en su mundo. Ella se sentía renacer a su lado, a pesar de la barrera idiomática, era más sincera con él de lo que antes había sido con nadie. No sólo estaba enamorada: también se sentía libre.

Un mes después, el calendario la devolvió a la realidad. Tenía su billete de avión de vuelta a Madrid en el fondo de un cajón. Al tomarlo entre sus manos, un escalofrío se apoderó de ella. Su novio la esperaba en casa. Pero su cuerpo y su alma estaban impregnados de Ahmed.

Él no quería acompañarla al aeropuerto. Quedaron en verse a las ocho de la mañana en la estación. Tendrían una hora antes de que el autobús saliera hacia Gatwick. A las ocho y media, Ahmed no había llegado. Sin pensar, Carla echó a correr hacia la casa de la familia inglesa con la que Ahmed se hospedaba. La tensión era enorme. Notaba cómo latían las venas de su cabeza. Era consciente de que, en aquel preciso instante, estaba viviendo un momento crucial de su vida. Era protagonista y directora de aquella historia de amor que acababa.

Cuando llegó a casa de Ahmed, quedaban quince minutos para que el autobús partiera hacia el aeropuerto. Ahmed estaba encerrado a cal y canto en el cuarto de baño. Carla le llamaba a voces, sin importarle la familia inglesa, que revoloteaba a su alrededor farfullando.
- ¿Qué hacías? Voy a perder el autobús - le preguntó ella cuando, al fin, salió.
- Ya sabes, al-wudu, antes de ver a nadie por la mañana, debo realizar las abluciones - contestó él, abrazándola mientras la besaba en la frente.


III

El regreso a Madrid fue reconfortante, a pesar de la tristeza que se adueñó de ella los primeros meses sin Ahmed. Echaba de menos sus abrazos, impetuosos pero tan dulces, su olor y sus palabras impregnadas de sensaciones. Miraba a las estrellas, porque sabía que él las observaba cada noche. En el metro estudiaba a los árabes, con curiosidad. Pero se consolaba con la idea de haber hecho lo correcto, lo que esperaban los demás de ella. Le confesó a su novio la relación que había tenido con Ahmed. Aunque pasaron por momentos duros, siguieron adelante. Carla empezó a sentirse ilusionada de nuevo: había terminado la carrera y tenía muchas ganas de trabajar. También tenía planes para irse a vivir a un estudio con su novio y abandonar el piso que compartía con dos amigas.

Pero, un año más tarde, Carla trabajaba como cajera en un supermercado, seguía viviendo en el mismo piso compartido, donde su novio se había instalado poco a poco. Su vida se había ido reduciendo, cerrándose a su alrededor. De vez en cuando, en el silencio de la noche, se preguntaba qué habría sido de Ahmed, ¿dónde estaría?, ¿se acordaría de ella? Y soñaba con aviones que nunca cogía...

IV

Fadiyah acunaba a la pequeña Qismah mientras Ahmed fumaba la arguila. La temperatura era perfecta en la terraza. La vista, maravillosa: las luces de Beirut tintineando bajo sus pies, en la falda de la montaña. Se habían instalado allí de forma temporal. Fadiyah prefería vivir en El Líbano, ya que las mujeres no sufrían tanta represión como en Arabia Saudí. Le gustaba vivir en aquel limbo entre el mundo árabe y el occidental.

Ahmed era feliz con ella, a pesar de que las diferencias culturales afloraban día a día. Al menos, desde que nació Qismah, permanecía en casa y eso relajaba a Ahmed. Ella debía adaptarse a sus costumbres, pensaba.
- Y, con el tiempo, lo hará. Mi mujer se llama Fadiyah (“la que se sacrifica”). Carla ya no existe. No existirá nunca más - murmuró en voz baja.
Y dio una larga calada a la arguila.