martes, 24 de octubre de 2006

...

Llueven relojes grises sobre la ciudad pintada de un modernismo de imitación. El tiempo tiene hoy el rostro de una serpiente enroscada, que se muerde la cola con una mueca oscena, incapaz de estirarse y mirar al frente. Muerde y muerde, y se envenena. El invierno será duro y de nuevo derrotará a más ejércitos que las bombas. Aunque siempre nos quedará Madrid, nadie sabe qué será de nosotros mañana, ni siquiera esta noche oscura y húmeda. La cama enorme cada día está más fría. Mi soledad grita tu pronombre.

sábado, 21 de octubre de 2006

La vida en negro

Cuando Juaco murió sepultado bajo toneladas de carbón, yo morí enterrada en su ausencia con apenas veinte años. Me envolví en telas negras y en días negros. Sólo mi pequeño Jamín me mantenía despierta, sus manitas hambrientas apretando mis pechos eran los únicos hilos que me unían con la vida. Pasamos los años siguientes en soledad, Jamín y yo. Vivimos en silencio hasta que sus primeras palabras me dieron fuerza para quitar las enormes cortinas negras que aislaban mi dolor. Así dejé, por primera vez en dos años, que entrara un poco de luz y aire fresco en casa.

Diez años tras la muerte de Juaco, me volví a casar, ante la mirada atónita de los vecinos. No aceptaban que las viudas quisieran vivir. Para ellos quedaban condenadas a la oscuridad al morir sus maridos. Pero yo quise vivir, por Jamín y por mí. Y Germán me ofrecía amor, me abría la puerta a la felicidad, sensación que apenas conocía, tras diez años dedicada a la crianza de mi hijo, las labores de la casa y de la tierra.

A partir de la boda, la casa tornó en un remanso de dicha y color. Germán quería al guaje como si fuera suyo, y a mí me cuidaba y me amaba cada día. El luto quedó relegado al fondo del armario. Yo era feliz, sólo una sombra nublaba mi tranquilidad. Germán estaba obcecado en trabajar en la mina para así ganar un poco más de dinero. Yo no tenía valor para oponerme, no era capaz de explicarle que bastante había perdido cuando Juaco me dio un beso aquella mañana para entrar luego en su tumba por su propio pie. Así fue como empezó mi calvario. Cada mañana al despedirme de Germán, me aferraba a su cuerpo desesperada, convencida de que no volvería a verlo. Lloraba, suplicaba, pero él me aseguraba que no le iba a pasar nada, y yo, mordiéndome el labio inferior de angustia, le observaba alejarse por la cuesta que llevaba a la bocamina.

Así pasaron los años. Hasta que una tarde eran ya más de las siete y Germán no regresaba. Los demonios de mi interior empezaron a carcomerme la paciencia. Me puse mi viejo abrigo negro y salí corriendo en busca de noticias. La gente se arremolinaba en la entrada de la mina. No había estado tan cerca de aquel lugar desde lo de Juaco. Se me antojaba que entraba en un cementerio empeñado en engullir todo lo que yo quería. Cuando alcancé al grupo, ya estaba temblando. Vagamente oía las explicaciones que me daban, mientras me sujetaban. Que si hubo un accidente, que si ya está dentro el equipo de rescate, que ya verás que tu marido está bien. Eso decían sus labios, más sus ojos me miraban no sé si con pena o con temor.

Volví a casa como pude, abracé a Jamín, le dije que fuera a casa de los güelos a pasar la noche, y que lo quería mucho. Busqué en el fondo del armario las cortinas negras que había guardado hacía tanto tiempo. Las anudé unas a otras en el establo. Las colgué de una viga e hice un lazo en el otro extremo, me subí en una silla, y me coloqué la oscura soga alrededor del cuello. Recé por mi hijo, por Germán. Y por Juaco. Salté. Primero sentí dolor, angustia, la falta de oxígeno. Cuando empezaba a perder la conciencia, se abrió la puerta del establo y apareció Germán, teñido de negro, que gritaba: “¿Qué has hecho? No me dejes…” Quise pedirle perdón, pero ya no pude hablar.