miércoles, 14 de febrero de 2007

Ex nihilo nihil fit

Nos encontramos hace meses en aquel sueño, ¿recuerdas? Esta noche hemos vuelto a coincidir en el bar de siempre, tan real como La Bodega, pero con mucho más encanto. Hemos bebido cerveza. Fría, con gotitas de rocío resbalando por el cristal. Pasamos un buen rato compartiendo susurros, mientras yo jugueteaba con la etiqueta de la botella, dibujando estrellas en el papel dorado y pegañoso.

Luego caminamos por la tienda de antigüedades de aquella mujer china. Sí, hombre, sí, la tienda en la que solíamos refugiarnos del incansable sol de Marruecos. No había vuelto a pensar en este lugar desde la última vez. Tú también estabas entonces. Recuerdo que mientras recorríamos los pasillos rebosantes de objetos, me decías al oído "no deben saberlo". Y, una vez más, la mujer china nos preguntó, en lo que yo creí un déjà vu circular, si nos interesaba comprar un paragüero.

Esta noche, el papagayo estaba verde, ¿te fijaste? Seguía en el escaparate, su pose irreverente desafiando el paso del tiempo. Quizá por él no pasen las horas ni los minutos ni los segundos ni los sueños, pensé cuando volví a verle. Lo conozco desde que era una nena. Me ayudó a dormir en las primeras noches de miedo. Desde entonces, sigue en el mismo escaparate de la tienda china de antigüedades. Cambia de color (en ocasiones he llegado a presenciar la transformación) y nunca he comprendido sus motivos: él no necesita camuflarse.
Anoche cuando dormía/soñé, ¡bendita ilusión!/que una fontana fluía/dentro de mi corazón, me recitaste. Habíamos salido ya de la tienda. Y pensé en las matrioskas, unas dentro de otras. Empecé a marearme y sentirme desorientada. Sabía que esto significaba que llegaba el punto y aparte. Cuando me giré, caminabas ya lejos. No quise despedirme.

martes, 13 de febrero de 2007

El gato en el sillón


Aquel amanecer le estaba costando un esfuerzo inmenso abrir los ojos, sentía plomo en sus párpados. Pero una visión desconcertante la despertó de inmediato. Como si le hubieran vertido un jarro de agua fría, se sintió alerta al instante.

Un gato atigrado de un intenso color naranja la observaba inmutable desde el sillón que ocupaba la esquina del dormitorio. Tras unos segundos de desconcierto, se acercó a él muy despacio, temiendo a cada paso que el felino reaccionase de forma violenta.

¿Cómo habría llegado hasta allí? Quizá por alguna ventana, aunque creía recordar que las había cerrado a cal y canto la noche anterior. La revisión de las ventanas fue la primera medida que decidió tomar. Resultó que todas estaban cerradas, como ella recordaba, y la puerta, con el pestillo echado. Aquello se le antojó imposible. Volvió al dormitorio, y el gato anaranjado seguía en el sillón de la esquina. La miró fijamente y maulló.

Tenía que estar en el trabajo en media hora, así que decidió dejar al gato en casa, y resolver la situación por la tarde. Quizá cuando ella regresara, el gato se habría marchado por el mismo sitio por el que logró entrar.

Esa tarde llegó a casa más pronto que ninguna. Se frotó los ojos con incredulidad cuando comprobó que el gato seguía en el sillón. Había cambiado de postura, y descansaba enroscado con la cabeza escondida. Ella estaba hambrienta, y mientras preparaba la comida, pensó que quizá él también lo estaría. Abrió una lata de mejillones, y llenó una taza con agua templada. Intentó recordar si los gatos bebían leche. Se decidió por el agua. Ella abrió una cerveza.

Por extraño que pareciera, el gato no probó bocado. Ella abrió entonces una lata de atún, la cual no dio ningún resultado. El animal no reaccionó tampoco al olor de los calamares, ni de las sardinillas. Ella sació su hambre, y se puso a leer. De vez en cuando, levantaba la vista para comprobar si el gato seguía allí.

Tras varios días, la presencia del felino ya no le era extraña. Más bien al contrario, se había convertido en compañero silencioso de ojos verdes y maullido de despedida.

Pasaron los meses raudos, aunque sigilosos. El gato permaneció en el sillón de la esquina semanas y semanas, ella terminó por convencerse de que se alimentaba del aire. Una mañana, al despertar, no encontró al gato cuando levantó la mirada. En su sillón, encontró tan solo pelusa anaranjada y el hueco con la forma del cuerpo del animal. Salió a la calle desconsolada por la pérdida de su amigo. Al salir del portal, su cuerpo chocó violentamente contra un hombre alto, ella miró hacia arriba para disculparse y, al hacerlo, descubrió una mata de pelo pelirroja y unos ojos almendrados la miraban al tiempo que le decía: "tenía muchas ganas de hablarte".
Imagen: Pablo Picasso, "Gato devorando un pájaro"