viernes, 30 de marzo de 2007

Dos mil noches y otros tantos días

Me acuerdo y no quiero acordarme de las cosas que olvidé decirte y los sueños que quedaron por soñar. Los días se deslizaron en un tobogán con destino a Nada, a un momento álgido de tristeza empañada en lágrimas y nudos en las gargantas, en los estómagos; y en la maleta todas las prendas enmarañadas, esperando que un centrifugado borre las huellas y el dolor de perderte y este castigo de saber que no puedo tenerte cada noche entre mis sábanas, ni intuir el brillo de tus ojos cuando rompes el silencio de la mañana.

Dejé atrás nuestro nido y nuestro gato y nuestras dos mil noches, y ni siquiera imaginas cuantas veces nos sueño en aquel coche empañado, en los bancos y los parques bajo los faroles de enero, encerrados en nuestros seis metros cuadrados, sintiéndonos fuertes y a salvo en tiempos adversos. Nos sueño en el chino, en El Quijote, tú a la sombra, yo en el sol; los dos bajo la Luna en la Malvarrosa, con la barriga henchida por los analgésicos y la sangría Don Simón. Cuidando y llorando a Benicio, bebito de pecas en el hocico. Repartiendo sacas por Aluche. Cocinando berzas mientras tú liabas incansable. Tardes en Las Ventas estudiando Derecho de la Información mientras tú acomodabas a los taurinos.

Días, noches, madrugadas. Y ahora Nada me los devuelve envueltos en niebla. Huelo, y huele a tierra húmeda, a prao. Significa que estás lejos, pisando el asfalto que tanto odiaba y que ahora sueño. Me acuerdo y no quiero acordarme: duele.

miércoles, 21 de marzo de 2007

Roma

Nos agarramos ambos a aquel clavo ardiendo que fue Roma y nuestro último encuentro. Más que encuentro, fue búsqueda: senda de vericuetos tratando de adivinar entre las siete colinas dónde tú te escondías, dónde yo te buscaba.

Ni las laberínticas calles del barrio del Borgo me hicieron perder la templanza, sólo me dolió evocar a ratos tus muros insalvables, aquellos silencios tuyos que alimentaron mi rabia.

Se nos resquebrajaban los días cuando te escribí aquella desesperada misiva, ofreciéndote un plan Z, descabellada intentona de encontrarnos en lugar ajeno a los vicios nuestros. Quizá redención de las rutinas que nos fueron ganando los días. Debíamos encontrarnos en una suerte de farol adivinatorio, la empatía que quizá nunca tuvimos tenía ahora en su mano el fin de nuestro pequeño y particular melodrama.

Te busqué en los recovecos del Coliseo, igual que cuando trataba de encontrar los huecos de tu alma. Luego vagué de fuente en fuente, convencido del milagro purificador del agua. En Trevi cerré los ojos y vacié mis bolsillos, una moneda tras otra, con la esperanza vana de encontrarte tras la primera esquina.

Caminé incansable: el Quirinale, la iglesia de San Andrea (siempre te gustó Bernini), Piazza Barberini, la fuente de la concha, Piazza di Spagna… Un pitido en mi reloj indicó el fin de nuestro plazo. Veinticuatro horas después de bajar del avión seguía en Roma. Y seguía solo.

Cuando desfallecido me dejé caer sobre los húmedos adoquines del Campidoglio, descubrí tu silueta en la otra punta de la plaza, asomada a los Foros. Y comprendí que era demasiado tarde. Y me alejé arrastrando los pies sin decirte nada. Entonces súbitamente se repitió aquel chaparrón… sí, era el mismo, aquel que prolongó nuestro primer encuentro, el que nos trajo hasta Roma para decirnos adiós.

lunes, 12 de marzo de 2007

Nem branco nem preto

Tras su ritual de café y radio, salió a la calle. Después de una fugaz visita al quiosco –donde hacía tiempo que sobraban las palabras, reduciéndose su relación con el quiosquero a un mero intercambio mecánico- se dirigió al parque, periódico en mano, para leer un día más la actualidad bajo los tímidos rayos de sol propios del mes de enero.

Pero cual fue su sorpresa al descubrir a lo lejos un bulto que ocupaba el banco en el que no había dejado de sentarse ni una sola mañana desde hacía cinco años, desde aquel “antes y después” que le supuso la jubilación. El ritual que desde entonces le mantenía joven se vio de pronto seriamente amenazado. Escudriñó la vista en un intento de reconocer qué o quién era ese intruso que le había robado su sitio bajo el sol y entre los abedules del parque.

Un negro. Y, a los pies del negro, una manta.

Se quedó de pie, mirando al negro. Mirando a la manta. Dudó unos instantes. No se atrevió a acercarse, así que, sin saber adonde dirigirse, terminó por dar marcha atrás hacia su casa. Esa mañana leyó el periódico en su salón comedor, pero era la inercia y no él quien pasaba las páginas. Leyó y leyó sin asimilar ni una sola de las palabras sobre las que posaba sus ojos. Tenía la cabeza nublada. Un negro robabancos le había desafiado, rompiendo su apacible rutina, y él no encontraba respuestas. Cuando llegó a la última página del periódico, dio un puñetazo en la mesa: había decidido el contraataque para recuperar su feudo arrebatado.

A la mañana siguiente, levantarse le costó más esfuerzo del habitual. El despertador sonó una hora antes. Sonrió a pesar de que el sopor le ganaba la batalla por momentos. Café, radio, y una mirada extraña del quiosquero, que tras su visita, comprobó en su reloj la hora.

De nada sirvió tanto esfuerzo. Había perdido la segunda batalla, y por partida doble. Dos negros compartían esa mañana el banco que él tan bien conocía. Sintió al verlos que empezaba a echar de menos la madera desgastada de lo que un día fue un castaño, y que hoy, transformado en un improvisado libro de visitas, guardaba un sinfín de recuerdos tallados.

Los negros reían, ajenos al dolorido corazón del jubilado. Apenas comprendían el idioma de este país, mucho menos las costumbres de un anciano que disfruta cada mañana de su periódico bajo el sol.

Pasaron los días, y los bancos del parque fueron poco a poco colonizados por más y más negros, que con sus mantas a los pies, pasaban las jornadas reunidos a la espera de clientes.

Los jubilados hicieron finalmente frente común al quedarse sin lugar donde pasar sus largas mañanas al sol. El parque se dividió desde entonces en una marea negra de la que manaba una lengua extraña, y un grupo ingente de jubilados organizados que trataban de desentrañar los misterios de la vida de esos que aparecieron de repente, y que tanto llamaban su atención.

La polémica por la falta de bancos disponibles se convirtió a las pocas semanas en asunto público y llegó al Consistorio, donde el alcalde, perplejo, se vio obligado a tomar cartas en el asunto. Ni la Ley de la Hora, por la cual el que llegaba el primero tenía derecho a ocupar el banco durante la jornada, ni la medida urgente de doblar el número de bancos de la ciudad (que, dicho sea de paso, provocó la ira de los ecologistas, que ya hablaban de urbanización salvaje de suelo público), consiguieron frenar la brecha que se abría entre negros y jubilados (apoyados estos últimos por el resto de ciudadanía blanca que, a pesar de no utilizar los bancos del parque, los sentían suyos). Nunca antes se habían valorado tanto las tardes de invierno al sol.

Antes de dimitir, el alcalde promulgó un último edicto. Desde aquel día, la mitad de los bancos de la ciudad fueron de color blanco, y la otra mitad, de color negro. Se gastaron toneladas de pintura. Se contrataron centenas de cuadrillas de pintores –todos blancos-. Por supuesto, una multa desorbitada esperaba a los que, atrevidos, osaban sentar sus posaderas sobre el color equivocado. Para los ciegos se instalaron señales sonoras que indicaban el color del que estaba pintado el banco en cuestión.

Y así pasaron los años, mas no sin polémicas: unas bandas clandestinas se camuflaban en la noche para pintar de negro los bancos blancos, mientras otras encalaban a su vez, amparados en la oscuridad, los bancos negros.

Sin embargo, la crisis no estalló hasta que la comunidad china, cuyo número iba en aumento, reclamó asientos públicos amarillos, al no saber dónde debían ellos sentarse. La ciudad, desde entonces, es la primera del mundo en la que han desaparecido los bancos en los parques.