jueves, 30 de agosto de 2007

Metro Valdezarza

foto: espumeru



















Jueves
Había charcos en el metro aquella tarde. Candela recordó las cálidas manos agrietadas de su abuela mientras los evitaba a saltitos. Estaba embargado su espíritu por el ímpetu de una infancia de pronto recobrada. Los paraguas poblaban de colores el lúgubre andén. Las caras dibujaban gestos serios en contraste con la amplia sonrisa que lucía Candela y que le torcía las comisuras en un gesto pícaro. La melena negra serpenteaba por su espalda al ritmo de sus pasos. Y las mejillas se le arrebolaban al evocar el último encuentro con J.

Ensimismada en su historia, tropezó de pronto con los ojos turbios de una joven pelirroja. Ardían. Mas no supo distinguir si con furia o con desolación. Eran dos pozos sin fondo que le asustaron y le robaron por un instante la sonrisa.

Lourdes ni siquiera llegó a ver la chica morena con la que tropezó. Siguió adelante sin inmutarse, sin variar su rumbo y con la desesperanza clavada de lleno en la mente. La desbordaban los porqués. Y la cegaban los múltiples finales que en realidad eran uno.


Viernes
J se impacientaba y sus vistazos al reloj eran cada vez más frecuentes. No era la suya una ansiedad de enfado sino de ganas, las que cada mañana le despertaban con una energía que desconocía hasta entonces. La energía renovadora que arrasó con su calor las torpezas y nimiedades de la vida de J respondía al nombre de Candela.

Llovía mares fuera, así que la esperaba en el interior de la estación de metro Valdezarza, apoyado en la barandilla del enorme agujero que comunica el vestíbulo con la planta baja del andén. Algunos lo llaman “el mirador” y en él suelen entretenerse los ancianos observando los trenes que apenas llegan se van. J. solía esperarla allí en días de lluvia, porque aquel mirador le permitía divisar su figura saliendo del vagón. Repitió el gesto mecánico de agachar la mirada hacia la muñeca en busca del reloj, pero ni siquiera miró la hora.

Al levantar la vista, se topó con la mirada perdida de una joven menuda y de rizos rojos, que descansaba apoyada junto a él en la barandilla. Le sorprendió su proximidad y su ausencia. Luego, todo fue rápido.

El salto de ella hacia las vías, a través de aquel enorme agujero que se asemejaba a un desagüe; la reacción de él, su respiración acelerada o quizá contenida, asiéndola con todas sus fuerzas por las piernas, rescatando un último suspiro de vida. Cuando la colocó en el suelo, un pitido que ninguno de los dos oyó despidió al último tren. Ella lloraba con los ojos cerrados. J la sacó en hombros de la estación y la sentó en un banco cercano. Bajo la lluvia torrencial, le preguntó su nombre. Lourdes. Me llamo Lourdes y no quiero vivir más. Tú no debiste…

Se abrió la puerta del tren y Candela salió dando grandes zancadas hacia las escaleras mecánicas. Cuando llegó al vestíbulo, se le antojó extraño no encontrar allí a J. Salió por la boca del metro y lo vio en el banco, empapado y muy cerca, demasiado cerca, de una pelirroja que recordaba vagamente no sabía de qué.

lunes, 27 de agosto de 2007

...

Huele a vuelta al cole, aunque rocemos la treintena. Quizá sea la morriña de tiempos pasados, que no sé si mejores. O quizá las últimas noches de lluvia y los días oscuros de horno, empanada y ronroneo. De madrugada me sorprendo apoyada en el alféizar fumando otro cigarro, ¡cuántas promesas incumplidas! La soledad ya vuelve a ser mi compañera, de cama, de mesa, de alféizar. Vuelvo a quererla, y con ella, al invierno, al calor que esconden las sábanas y al libro abierto sobre la mesilla. Cuando ellos lleguen... te echaré tanto de menos. Que las manos se me duermen. Que la risa se me pudre. Que el colacao me sabe amargo y la cerveza no me calma.