jueves, 31 de enero de 2008

Kamchatka


Es tiempo de máscaras y de silencios. Las mañanas teñidas de niebla se descongelan al sol desde la balconada de La Laboral. Pasan las horas, engordan las listas de muertos, caen civiles, soldados, opositores a Kibaki. Caen teletipos de la impresora. Luego de tarde me asustan las lágrimas porque proceden de fuentes que desconozco.

A veces el día torna en road movie y se convierte en una sucesión de nadas con sabor a todo. Otras, los deseos quedan atrapados dentro de mi y trato de ahogarlos en la bañera, pero resisten agarrados a las cañerías con uñas y dientes y vuelven a salir triunfantes por el desagüe para asistir al vía crucis del atardecer. El invierno debe ser duro en Kamchatka.

Antiguo y Nuevo Testamento de E.

Entonces su iguana no tenía nombre. Tampoco tenía forma de defenderse al modo de su especie, que suele dar coletazos a diestro y siniestro ante la presencia de un intruso. La pobre se había roto la cola al precipitarse al vacío desde el terrario, lo que para un humano equivaldría a tirarse por lo menos desde un segundo piso.

Se despidió de su iguana y salió a la calle. El frío gélido le despertó las mejillas. Aquel era un invierno cualquiera, pero lo sería solo hasta aquella noche. Negra y finita. Él no imaginaba el paréntesis que le acechaba cuando dio los últimos pasos hacia la moto. Repartía pizzas para sacar pasta. Yo ni siquiera le conocía, tardaría años en hacerlo, pero he soñado el momento y he podido ver cómo aquella noche él reía con esa expresión suya que se le sube a los ojos y se los arruga.

Un paso más, subió a la moto y arrancó. Aún hoy no logra acordarse del golpe que le lanzó por los aires y le dejó roto sobre el asfalto. No consigue recordar las luces del coche tragándole ni la ambulancia ni el miedo. Ese vino tiempo después, al despertar, al oir el veredicto. Inocente pero tú pagas. No sé mucho más de cómo ocurrió. Pero sé que, ahora, su iguana casi tiene nombre. Y que él se esfuma un día y aparece al otro con los ojos envueltos en risa.