martes, 28 de octubre de 2008

Quisiera ser tan alta como la Luna

foto: espumeru
Tan alta como la Luna. O más.
Y así ver anochecer y amanecer al mismo tiempo.
Con sólo girar la cabeza.
Los amaneceres van tan rápidos que se me acumulan en la retina.
Quizá por eso muchos ocasos se me pierden en el fondo de una botella.

No soy yo, es mi instinto asesino el que pretende ahogarlos,
quiere comprobar si con su muerte se atraganta el día siguiente.
Y que éste no llegue.
Y que no pase el tiempo.
Y que no pese.
Que se quede callado.
Dormido.
Con las manos enlazadas sobre el pecho.
Yo le arroparía con cariño
con los ojos tintineando de pena
y de pérdida.

Baila dentro de mi cabeza.
De noche.
De día.
Despierta y dormida.
Me persiguen escenas desordenadas de toda una vida
y de un tercio de la suya que ahora se apaga.
Se me cuelan los recuerdos
en el trabajo, en la cola del pan, en clase de francés...

Sufro desconexiones que me asustan
tanto como el cambio de sus gestos.
Torpeza. Debilidad. Ira.
Y luego vuelve y libera el ingenio
y me roba lágrimas y media sonrisa.
Vuelvo entonces al frío invernal de la Asturias niña,
con cocina de carbón y pies en el horno.

Es inútil. Cuestión de tiempo. Y de fortaleza.
Yo le miro mucho, registro cada arruga de sus 78 años.
El último cumpleaños pasó de largo entre las sábanas blancas.
Y las velas que compré para su regreso se han transformado
en testigos irónicos y agónicos de un final.