domingo, 22 de abril de 2007

Semillas del paraíso

Fotógrafo: Jorge Molinero

-Yo le pongo a todo kamoun. Pero si está indecisa, llévese ras el hanout, es una mezcla explosiva. Podemos seleccionar las especias que quiera para conseguir la combinación que más le guste.

Candela bajó la mirada, turbada por la voz del comerciante. Era bastante alto, no demasiado fornido, pero musculoso, su tez era del color de la aceituna, y sus ojos, ébanos incandescentes. Durante un instante fugaz de conversación interna, no logró discernir si era el calor o la presencia de él la razón de su azoramiento.

-Creo que me dejaré aconsejar por usted, elija la combinación que más le guste, pero trate de que no sea demasiado picante. El calor que tienen ustedes aquí es infernal.

-Le pondré semillas del paraíso, para mi gusto es fundamental. Le dará un toque picante, pero muy leve.

Permanecieron en silencio durante unos minutos. Cuando el ras el hanout estaba listo y empaquetado, él alargó su brazo ofreciéndoselo. Después del obligado regateo de precios, Candela rebuscó algunos dirhams en el fondo del bolso, y al entregárselos al hombre, rozó su piel, y la descubrió más suave de lo que imaginaba.

-Tome. Llévese también un poco de kamoun, yo se lo regalo- le dijo él, y acompañó sus palabras con una sonrisa que dejó al descubierto una dentadura blanquísima, que destacaba aún más en contraste con su piel.

Asió las dos bolsas con una mano, y se quedó inmóvil frente al puesto de especias durante unos segundos. Titubeó, y cuando emprendió el paso, un grito hizo que se girara de nuevo.

-Señorita, olvida su sombrero.

Durante la noche, Candela se despertó varias veces, agitada. Antes de amanecer, ya había tomado té, había hecho la maleta y estaba preparada para salir a la calle. Sin embargo, esperó un rato para despedirse de la familia con la que se alojaba. Habían sido muy amables, y no quería irse sin agradecerles su hospitalidad.

Llegó al aeropuerto con una hora de antelación. Facturó el equipaje y se dirigió a la sala de embarque con el bolso en una mano y su sombrero de paja en la otra. Al sentarse y colocar el sombrero sobre su regazo, descubrió un trozo de papel enganchado en la cinta. Lo desdobló con mucha delicadeza, sin apresurarse. Entonces, leyó en voz alta.

Mientras el tajine cocía, comieron aceitunas de colores. Aprendieron a reir como niños, con carcajadas que hacía mucho tiempo que habían olvidado. Charlaron y disfrutaron de la comida. La canícula era asfixiante. Él preparó té y saciaron su sed, sentados en el suelo, con las piernas cruzadas y muy cerca uno del otro. Terminaron la bebida, y la conversación. El silencio y el calor tomaron la estancia. Entonces se abrazaron. Ella se sonrió y le murmuró al oído: