domingo, 2 de diciembre de 2007

Empatía

foto: espumeru

Si eran pequeños, los mataba. Los grandes le daban más reparo, por el ruido o la sangre que acompañaba a su muerte. Sus preferidos eran, sin duda, las arañas, sobre todo las corpulentas. Y digo “eran” porque llegó un día en que se vio obligado a abandonar estas matanzas a pequeña escala.

Aquella era una mañana corriente, quizá un poco más gris y húmeda. Hacía frío. Ni siquiera se percató de que la había pisado, tan rápido que ocurrió. En cuanto levantó el pie, ya no pudo volver a apoyarlo. El tobillo cedió. Cayó de bruces y ante sus narices descubrió el cadáver aun caliente de aquella hormiga.

Las radiografías no mostraron rotura ni daño alguno. Desconcertado, el médico le recomendó reposo. La hormiga siguió rondando durante días por su cabeza. Pero sus sospechas no se confirmaron hasta la siguiente muerte, que no fue ocasional. La descubrió mientras se duchaba y no pudo resistirlo. Aún estaba en albornoz cuando se encaramó en una banqueta y ¡zas!: la aplastó con la zapatilla. Aquello se tradujo de inmediato en un ataque de asma que a punto estuvo de provocarle un estado de coma. A él, que nunca había tenido problemas respiratorios. En la cama del hospital, prometió no matar más.

Pero cuando por casualidad se encontraba con un grupo de hormigas en fila india, echaba de menos las torturas a las que antes solía someterlas. No obstante, desde su promesa trataba de despejarles el camino y vigilaba siempre el terreno sobre el que pisaba, por si las moscas andaban despistadas.

Ya se habían cumplido dos años desde que dejó de matar, cuando una madrugada aquel gato negro le miró desafiante desde la oscuridad. No pudo evitarlo. Fue fulminante. Un frenazo y un golpe seco. No hubo más. Salió del coche precipitadamente y se acercó a comprobar en que estado se encontraba. Ya no vivía. Le sobrevino un mareo, le temblaron las piernas, todo se hizo rojo alrededor, y se desplomó.

A la mañana siguiente, un vecino de la zona lo encontró. Su cadáver estaba tirado en el suelo, justo delante del coche, cuyo motor aún permanecía en marcha. No había nada alrededor. Sólo se oía, a lo lejos, un leve maullido…