martes, 5 de junio de 2007

Efesios 4:26

foto: espumeru
Con la mirada turbia bajaba por la callejuela presurosa, sobre los adoquines sudorosos de madrugada. El minúsculo bolso de charol apretado contra el pecho, la mandíbula prieta y el gesto ausente de quien camina sin pensar adónde, pero con dirección inequívoca. El ritmo de los tacones acompañaba el compás de su extraña danza de puntillas.

Durante media hora apenas se cruzó con nadie, quizá algún pescador trasnochado y un par de mendigos durmiendo sobre sus duras almohadas de tinto Don Simón. Giró en la calle Jovellanos y tras una fugaz mirada al viejo reloj que apostado en la esquina había observado perenne sus idas y venidas desde niña, torció el gesto al ver que los escaparates le devolvían una sombra negra. Aquella no había sido una buena noche y su subconsciente la vistió con falda negra y camiseta a juego.

Una anciana le salió al paso, sobresaltándola Biblia en mano. A aquellas intempestivas horas, la secuestró su verborrea y, sin tiempo a percatarse, se descubrió escuchando al apóstol Pablo en Efesios 4:26 -"Airaos, pero no pequéis; no se ponga el sol sobre vuestro enojo"-. Mientras la anciana continuaba incansable su monólogo sobre los peligros que acechaban a la familia en los tiempos del cólera y la crispación, ella echó a correr sin atreverse a mirar atrás. Alcanzaba a ver de lejos el monumental reloj que coronaba la entrada a la estación de tren. Otro ojo testigo de vida.

Minutos después, al traspasar la puerta, notó como silbaba un viento aberrante. La corriente le levantó el vestido y le enfrió súbitamente las nalgas. Correteando por la estación sobre sus tacones titubeantes, probó una a una todas las máquinas expendedoras, hasta que la última exhaló una fría desesperanza. Decidió subirse al tren de madrugada sin billete, sin maleta y sin marcha atrás. Tenía que hacerlo. Los hombres de rojo iban a por él. Él se lo había susurrado. Y ella tenía que encontrarle antes. Aunque sabía que aquel era un viaje sin retorno, un trayecto de ida a la demencia.

Pensó en sus ojos para tranquilizarse y consiguió el efecto contrario. La desconcertó el recuerdo vehemente de sus inesperados vaivenes. Tan limpias eran sus pupilas en un segundo como profundamente oscuras al siguiente. El traqueteo in crescendo del tren sustituyó el ritmo de los tacones y la llevó de la mano a la duermevela. Quedaron atrás muchos apeaderos. Tres o cuatro viajeros subieron al vagón y dos o tres lo abandonaron. Entretanto, ella soñaba con la desastrosa casa de Dorotea, con los paseos en bicicleta a la orilla del río, con el jugo de gomibaya, las veladas nocturnas a la puerta de casa y las ranas escondidas en el lavabo.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Mal futuro se augura a nuestro prota. ¿Habrá continuación?