miércoles, 21 de marzo de 2007

Roma

Nos agarramos ambos a aquel clavo ardiendo que fue Roma y nuestro último encuentro. Más que encuentro, fue búsqueda: senda de vericuetos tratando de adivinar entre las siete colinas dónde tú te escondías, dónde yo te buscaba.

Ni las laberínticas calles del barrio del Borgo me hicieron perder la templanza, sólo me dolió evocar a ratos tus muros insalvables, aquellos silencios tuyos que alimentaron mi rabia.

Se nos resquebrajaban los días cuando te escribí aquella desesperada misiva, ofreciéndote un plan Z, descabellada intentona de encontrarnos en lugar ajeno a los vicios nuestros. Quizá redención de las rutinas que nos fueron ganando los días. Debíamos encontrarnos en una suerte de farol adivinatorio, la empatía que quizá nunca tuvimos tenía ahora en su mano el fin de nuestro pequeño y particular melodrama.

Te busqué en los recovecos del Coliseo, igual que cuando trataba de encontrar los huecos de tu alma. Luego vagué de fuente en fuente, convencido del milagro purificador del agua. En Trevi cerré los ojos y vacié mis bolsillos, una moneda tras otra, con la esperanza vana de encontrarte tras la primera esquina.

Caminé incansable: el Quirinale, la iglesia de San Andrea (siempre te gustó Bernini), Piazza Barberini, la fuente de la concha, Piazza di Spagna… Un pitido en mi reloj indicó el fin de nuestro plazo. Veinticuatro horas después de bajar del avión seguía en Roma. Y seguía solo.

Cuando desfallecido me dejé caer sobre los húmedos adoquines del Campidoglio, descubrí tu silueta en la otra punta de la plaza, asomada a los Foros. Y comprendí que era demasiado tarde. Y me alejé arrastrando los pies sin decirte nada. Entonces súbitamente se repitió aquel chaparrón… sí, era el mismo, aquel que prolongó nuestro primer encuentro, el que nos trajo hasta Roma para decirnos adiós.

2 comentarios:

servidora dijo...

¿y por qué coño no me deja triste? ¿será que es como un calcetín al revés de lo mío? me lo tengo que pensar.

Anónimo dijo...

Y tardé el mismo tiempo en llegar a la ciudad eterna que al rutinario puesto de trabajo. Cosas del low cost, que pone todos los pasos al mismo precio.

Allí, en el Trastevere, pisando adoquines que llevan siglos mirando cómo caminamos, allí, con la cabeza aun llena de las nubes que robaron mis ojos al viajar en avión, allí a donde fui para huir de la pesada carga, allí me encontré cara a cara con tu cara.

Estaba triste. El artista la había modelado en arcilla dándole exactamente el mismo gesto que me pusiste la última vez que nos vimos. Después de ello, colgó tu cara en la entrada de su tienda. Eras su reclamo para turistas. Una boca con los labios torcidos hacia abajo. Otra vez.

De repente salió un chiquillo de la tienda, pies descalzos, pelo revuelto. Se quedó mirando como miraba la cara que era tu cara, y tras escrutarme se rió como lo requería el momento: de una forma descarada.
Con su dedo empujó la máscara, la hizo girar, y donde había un gesto triste quedó una sonrisa.
La misma con la que ambos nos marchamos.

Ahora, cuando me siento en el infierno, intento recordar que siempre queda una nubecita desde la que cambiar de perspectiva.