La osa mayor da teta a sus estrellas
panza arriba:
gruñe y gruñe.
¡Estrellas niñas, huid;
estrellitas tiernas!
Federico García Lorca
Cada noche, Curro salía a pasear con él. A pesar de la lluvia, de los partidos de Champions, o de la visita de la suegra: cuando la jornada tocaba fin, a la misma hora, Curro paseaba con él, ya entrada la noche. Juntos recorrían siempre la misma manzana de aquella ciudad gris. En silencio. Entre ellos, sobraban las palabras. Hasta que una oscura noche lluviosa, él apareció solo, refugiándose en un viejo paraguas. Se paró en cada esquina, con el movimiento mecánico, adquirido por la repetición de la costumbre. Con sus pies ya empapados, avanzó unos pasos y miró atrás, buscando a su pequeño Curro, que solía olfatear cada farola con detenimiento, mientras él, paciente, observaba su ritual. Pero aquella noche Curro no estaba. Y no volvió a acompañarle en aquellos paseos nocturnos. Él siguió recorriendo la misma manzana cada noche de tormenta. Bajo la tempestad, veía a Curro. Y sus lágrimas eran lluvia. Nadie es una isla, completo en sí mismo, cada hombre es un pedazo de continente, una parte de la tierra, si el mar se lleva una porción de tierra, toda Europa queda disminuida, como si fuera un promontorio, o la casa de uno de tus amigos, o la tuya propia. La muerte de cualquier hombre me disminuye porque estoy ligado a la humanidad; por consiguiente nunca hagas preguntar por quién doblan las campanas: doblan por ti.